Diez de la noche. Metro lleno, apretados como cerdos, sin dignidad, mientras mongos fanáticos religiosos de sus equipos, gritan y saltan como simios al compás de sus cánticos sin sentido. Mi pequeño hermano me mira a los ojos, con miedo. Esperamos en el anden, jugando al cachipun. Él acaba de conocer la realidad de Santiago.
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